domingo, 25 de agosto de 2013

TIEMPOS DE CAMBIO. CAPÍTULO 8


















Después de aquel terrible día, Pedro vio aumentar todavía más su desolación. La esperanza de verse libre, mermaba por momentos. Cada vez más debilitado pasaba las horas tendido o recostado en un rincón. Su situación era extraña, nadie había ido a buscarlo desde el primer día del interrogatorio y tampoco le habían aplicado ningún tipo de tortura. Solamente una vez recibió un paquete con una manta. El carcelero se lo tiró entre las rejas sin más. Pedro agradeció aquel gesto, viniera de quien viniera. Ahora por lo menos estaba seguro que había alguien allí fuera que se acordaba de él ¿Sería su padre? Hubiera dado media vida porque así fuera, pero después de las palabras tan duras que tuvo con él y del comportamiento de las últimas semanas que estuvo en su casa, era casi imposible que pudiera proceder de su padre. Quizás su madre...¡pero tampoco! Aunque ella pensara hacerlo, no se atrevería a ponerse en contra de su marido a quien debía respeto y obediencia. Como quiera que fuera, lo cierto era que se sentía cada vez más triste y hundido ¿Sería su fin la hoguera? ¿O tal vez el garrote? Necesitaba un clérigo sin tardanza, debía confesar sus pecados y estar preparado para cuando vinieran a buscarle.
Y en esos pensamientos se encontraba, cuando apareció al otro lado de la reja un monje franciscano con el que había trabajado mano a mano durante la epidemia de cólera. Un monje al que conocía bien y que había ayudado a morir a mucha gente.Lo primero que pensó Pedro fue que se le había trastornado la cabeza y tenía ante sí un espejismo, sólo se convenció de que era verdad cuando Fray Genaro, que sí se llamaba el monje, avanzó hacia él y le habló:
--¿Cómo estás , hijo?
-No muy bien, padre. Ya veis en qué condiciones me encuentro.
-Tienes los ojos enrojecidos
-Es por la humedad y la falta de luz. Desde que entré aquí no he visto el sol, pero puedo considerarme con suerte si me comparo con los demás presos, a ellos les dan tormento todos los días.
Entonces fray Genaro se inclinó hacia él y, con gesto protector, tomó las manos del muchacho entre las suyas.
- He venido a darte una noticia importante. La sentencia ya ha salido.
-¿De qué se me acusa? ¿Por qué estoy aquí? ¿Me han condenado? ¿Y mi familia? ¿ Les han detenido a ellos?
- Tranquilo, hijo mio, tranquilo que todo lo has de saber. Ya ves que corren malos tiempos para los judíos conversos como tú, y que aún habrán de pasar muchos años antes de que las cosas se normalicen y podamos vivir en paz todos los que amamos a Jesús. Muchos son los cristianos viejos que aún recelan de los conversos y a veces se corren rumores infundados sobre esta persona o aquella, sin que exista verdadero motivo o una prueba concluyente. Es por esto, que hasta el Santo Oficio llegaron ciertas habladurías que ponían en tela de juicio tu conversión al cristianismo. Entonces decidieron detenerte para ver qué había de cierto en los rumores que circulaban. Pero al enterarse de tu detención, fueron muchas las personas que salieron en tu defensa y que voluntariamente daban testimonio de la sinceridad de tus actos. Tu padre fue el primero en defenderte. Removió cielo y tierra para que te dejaran en libertad, y también tu amigo Fernando se presentó para dar testimonio de tu fé, nada más enterarse, y muchos otros cristianos a los que diste ayuda y consuelo este verano, cuando la enfermedad y la muerte hizo presa en nosotros, y yo mismo vine a hablar con el inquisidor dando pruebas de tu piedad y buenas obras. Al final no encontraron nada contra tí, y han decidido liberarte sin cargo alguno.
A la mañana siguiente le trajeron una palangana y le lavaron las llagas de los pies para que pudiera andar. Después apoyado en los brazos del carcelero fue dando tumbos hasta la salida. Sus articulaciones estaban como oxidadas, y sus piernas no aguantaban el peso. La luz le hirió cuando atravesó las puertas de la prisión. Le cegó de tal manera que le fue imposible mirar de frente y tuvo que bajar la vista hacia el suelo con los párpados enteabiertos. Anduvo unos cuantos pasos, y luego de repente, notó unas manos fuertes y poderosas que se posaban en su hombro.Levantó la cabeza para ver de quién se trataba y no pudo aguantar la claridad.
- Pedro- oyó que decía su padre-Soy yo, hijo mío. ¡Cuánto he deseado que llegara este momento! ¡No sabes lo que me han pesado las palabras que te dije! Estaba ciego de rabia y el orgullo no me permitía retractarme de ellas, pero ahora, al verte en este peligro tan grande y comprobar el modo tan injusto como te han tratado, he comprendido muchas cosas. Eres sangre de mi sangre y eso no cambiará jamás, aunque tus ideas y las mías vayan por separado. Ven a casa, hijo mío, tu madre está deseando abrazarte.Este es el día en que has vuelto a la vida y todos nos alegramos por ello.
Pedro hubiera querido decir muchas cosas y no pudo. Sus palabras se convirtieron en llanto antes de darles tiempo a salir. Sintió flaquear sus piernas, débiles y doloridas, mientras su espíritu se elevaba jubiloso. Al fin había llegado el momento de cantar juntos de alegría y dar gracias a Dios, cada uno según sus creencias, con el mayor respeto y sin interferir en el cariño que ambos se tenían. Ahora si había encontrado el camino que le conducía a su verdadero hogar.
Pero aún hubo más motivos de alegría para Pedro en ese día, porque al traspasar el umbral de sus casa le esperaba su buen amigo Elías. Si, aquel que partió para el puerto de Valencia una triste mañana de julio.Casi no podía creer lo que estaba viendo, pensaba que era producto de las noches sin dormir y de tantos pesares como había sufrido.
-¿De verdad eres tú, Elías?
-Si, Pedro, amigo mío. Soy yo. Puedes tocarme y asegurarte de que no soy un sueño.
- Pero...no comprendo...tú te marchaste a Salónica.
-Si. Marché en mala hora, porque no ha pasado ni un solo día desde que me fuí, que no recordara esta bendita tierra que me vió nacer y en la que pasé tiempos tan felices. Estoy pegado a mi patria como el árbol a sus raíces. Aquí nací y aquí he de morir algún día.
-¡Pero tú practicabas el judaísmo!
-Tú lo has dicho. " Practicaba". Ya no lo practico. Me he hecho cristiano, y mis padres y hermanos también. Todo por seguir en tierras de Castilla ¡Nuestra casa!
Y los dos amigos se fundieron en un emocionado abrazo.

El hijo menor de Francisco Gil de Toledo encontró, por fin, la paz y el sosiego que deseaba. Sus padres y hermanos continuaron judaizando en el sótano de su casa, plenamente convencidos de que sus prácticas eran las que les llevarían algún día a alcanzar la Gloria de Dios. Nunca más obligaron a Pedro a que les acompañara en sus rezos y éste pudo seguir libremente el camino que le dictaba su corazón. Nunca más volvió a ser molestado por la Inquisición y pudo vivir en paz consigo mismo. Cuando le llegó el momento del amor, casó con una cristiana, cuya familia  lo era de muchos años atrás, y a partir de entonces sus hijos y todos sus descendientes abrazaron la doctrina de Jesús, sin ningún género de dudas.
El platero de la Calle del Ángel, Francisco Gil de Toledo, se convirtió en el último judio de la familia y envejeció viendo como sus nietos imploraban al Hombre clavado en la cruz. Pero aquello ya no le causaba dolor, ni tristeza, porque comprendió que Dios puede tener muchos nombres. No obstante, cuando notó que se acercaba el momento de su muerte pidió que le enterraran en el Pradillo de San Bartolomé, como el judío que siempre había sido. Y su hijo Pedro no dudó un momento en rezarle la oración de los muertos y poner en la cocina una escudilla de agua y un candil para que su alma se refrescase al salir del cuerpo, como era la costumbre hebrea.
Y así termina una historia más. Es una de tantas entre las muchas que se dieron en aquellos tiempos de agitación e injusticias, donde todo un pueblo fue expulsado y perseguido hasta la muerte en su misma patria.


DÍA DEL DOCENTE

Celebramos el Día Mundial del Docente en  EL BAÚL DE RITA . Pásate a verlo.