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domingo, 11 de agosto de 2013
TIEMPOS DE CAMBIO. CAPÍTULO 6
Sin embargo la paz y el sosiego absoluto no llegaron al corazón de Pedro como él hubiera deseado.Aún le quedaba una dura batalla que librar en la intimidad de su hogar, con su padre. En su corazón estaba Cristo. La devoción que sentía cuando rezaba en la iglesia no era fingida. Quería seguir ese camino y no otro. No podía seguir judaizando en el sótano de su casa, y estaba decidido a enfrentarse al miedo que le producía la reacción de su padre. Quería llevar su decisión hasta las últimas consecuencias, porque sólo de esa manera podría alcanzar la paz consigo mismo. Y con esta resolución, una tarde, armándose de valor, le dijo:
-Padre, ya no volveré a rezar con vos en el sótano. Soy cristiano de corazón y nada me dice la Ley de Moisés. Callaré para que nadie sospeche de lo que hacéis, pero a partir de ahora no volveré a acompañaros.
Los ojos del padre le miraron incrédulos. ¿Había escuchado bien? ¿Un hijo suyo hablando de esa manera? Notó que un golpe de sangre convertida en ira se apoderaba de su espíritu y dejaba de ser dueño de sus actos. Agarró al muchacho por los hombros fuera se sí, lo zarandeó y después lo abofeteó duramente.
-¡Maldigo el día en que naciste!- le dijo- ¡A partir de ahora has muerto para mí! Seguirás viviendo en mi casa para no levantar sospechas, pero ya no eres hijo mío. El que fue mi hijo en otro tiempo, acaba de morir en este momento..
Pedro quedó con el corazón roto. Nunca en toda su vida había visto a su padre de esa manera, ni él había sentido una pena tan honda. Ser rechazado por los suyos era lo último que hubiera pensado. Aunque, pese a todo, se sentía tranquilo porque ya no tendría que fingir ante nadie y sus obras estarían de acuerdo con sus sentimientos. Sin duda, ese día, Jesús se sentiría orgulloso de él y su Padre de los Cielos no le abandonaría como había hecho el de la tierra. Rechazado por los suyos, muerto de pena y dolor, volvió su mirada hacia Fernando, la única persona en la que podía encontrar apoyo y consuelo.
Y entre tristezas y amarguras, el tiempo fue avanzado hasta llegar el insoportable calor del mes de julio, y con él, un mal del que muy pocas familias se pudieron librar. Una epidemia de cólera barrió aquel lugar de norte a sur y de este a oeste, cebándose en especial con los habitantes toledanos. Las aguas contaminadas ocasionaron tal reguero de muertos que no hubo familia que no se sintiera tocada por el mal, llegando algunas a desaparecer por completo, sin respetar a ninguna clase social. La mortandad fue espantosa. Todos sintieron en sus carnes o en su corazón el horror de la muerte. Los supervivientes veían aterrados como día a día nuevos amigos, vecinos, parientes o familiares allegados, morían de manera atroz, y pensaban que en cualquier momento ellos podrían ser los siguientes. La vida se truncó para muchos cuando a penas habían empezado a vivirla. Murió el joven, la recién casada, la niña pequeña, el padre de familia, el hombre sabio, el anciano, la madre...Los médicos no daban a basto para socorrer a tanto desgraciado. Los sacerdotes tampoco descansaban atendiendo a los moribundos. Las gentes pensaban que se trataba de un castigo divino y por eso salían de sus casas a besar los crucifijos y postrarse de rodillas ante los hombres de la Iglesia. Todos los que caían morían en unos pocos días. Empezaban con un ligero dolor de vientre, en seguida una diarrea imparable que les deshacía las tripas por dentro, y por último unas convulsiones dolorosas que les hacían poner el grito en el Cielo. Los ojos amoratados y hundidos, y después la agonía y la muerte." ¡Qué Dios se apiade de nosotros!", decían los que quedaban para verlo. Y sin embargo, en medio de tanta desolación, hubo cristianos mal intencionados que echaban la culpa del mal a los judíos, diciendo que ellos fueron los que envenenaron las aguas antes de partir.
Aquel verano de triste recuerdo, Toledo se convirtió en un lugar de miedos, llantos y rezos. Era tanta la angustia que la enfermedad iba dejando, que Pedro y Fernando, se vieron en la obligación de prestar su ayuda a los enfermos, y a las órdenes del famoso físico don Pablo de la Cruz iban de casa en casa dando alivio al que sufría, cerrando los ojos a los muertos y procurando que el sano siguiera estándolo. Hervían las aguas,. quemaban las ropas sucias de los que acababan de morir, salían al monte a buscar hierbas para calmar los espasmos y recurrían a los sacerdotes para que dieran la bendición a los moribundos. Trabajaron sin descanso, sin a penas dormir, dejándose la piel y poniendo su vida en peligro en numerosas ocasiones.
Así pasó todo un largo y terrible verano, hasta que con los primeros fríos, el mal comenzó a remitir, y las iglesias se llenaron de fieles que agradecían al Todopoderoso que les librara de aquel castigo. Y por otro lado, las casas de los judíos conversos también se llenaron de hebreos que daban gracias a Yavé por lo mismo.
Durante todo el tiempo que duró el mal, Pedro había albergado en lo más hondo de su alma, la esperanza de que su padre se retrajera de sus palabras y le concediera el perdón.Comprendía que debió ser un golpe muy duro para un judío que se sentía orgulloso de su pueblo y de su religión, pero posiblemente aquellas maldiciones solo fueran producto de la explosión de ira que le produjo su confesión, y tal vez, pasado un tiempo, quisiera volver a acogerle como hijo. No fue así, sino que en contra de lo que esperaba, toda su familia se puso de luto por él y rezaron la oración de los muertos. En la intimidad le retiraron el saludo y no le dirigieron más la palabra. Comía y dormía solo, apartado en un rincón., sin tener contacto con nadie, como si fuera un apestado. Ni siquiera la noche en que la Inquisición fue a buscarlo, su padre movió un dedo para defenderlo. Entraron de súbito en el comedor de su casa, un martes acabada de entrar la noche, tres hombre vestidos con sayones y la cabeza encapuchada.
-¡Date preso en nombre de la Santa Inquisición!
Pedro quedó mudo y pálido de estupor. Dos de los hombres le cogieron de los brazos, uno a cada lado, y esto evitó que cayera al suelo, pues las piernas no le respondían.Le condujeron hasta la puerta ante el asombro de toda la familia, muda de asombro también.
- ¿De qué se me acusa?- atinó a decir el muchacho con un hilo de voz cuando ya salían .
-¡ De seguir siendo judío en secreto!
Entonces su madre se arrojó a los pies del que hablaba y con un grito de desesperación exclamó:
-¡No! ¡Él es cristiano! Cumple todos los mandamientos de la Santa Madre Iglesia ¡Lo juro, lo juro por Dios y por la Virgen Gloriosa!
-¡Aparta , mujer!- contestó el hombre dando un manotazo a Sara para desplazarla hacia un lado- ¡Eso tendrá que demostrarlo ante el tribunal!
Y se lo llevaron preso, ante el rostro atónito de su padre que se quedó sin poder articular palabra, y los llantos de su madre que imploraban perdón por su hijo.
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