Algunas tardes iba con mi madre al Cigarral del Conejo a comprar
pepinos y pimientos de la huerta. Solíamos salir alrededor de las siete,
después de la siesta y de la fogata de la tarde, pero lo suficientemente
temprano para que no se nos hiciera demasiado tarde por el camino. Yo siempre
iba contenta y estaba dispuesta a acompañarla, porque de ese modo hacía algo
diferente a lo de los demás días. Nos separaban un par de kilómetros, pero eran
carretera abajo, y nunca volvíamos demasiado cargadas. Creo que mi madre lo
hacía también por dar un paseo y hablar con la gente. Allí, en medio del campo,
no había muchas ocasiones para conversar y por eso buscaba estos pequeños
pretextos para salir del aislamiento y distraerse. Al llegar estábamos cansadas
, más por el calor que por el trayecto que caminábamos, y nos sentábamos en una
explanada, junto a la casa de los guardeses que se ocupaban de la huerta y
otros menesteres. Sobre un poyete de pierda que había pegado al muro en dirección
a la puesta de sol. Allí nos refrescábamos un poco, mi madre hablaba un ratito
con la mujer y después compraba los pepinos y pimientos. Grandes, jugosos,
recién cortados.. cultivo biológico cien por cien, y a un precio mucho más bajo
que lo que se compraba en las tiendas. Productos de primerísima calidad, que
vendían a los vecinos de alrededor y con los que mi madre hacía exquisitos
gazpachos y pistos. Luego, antes de que se hiciera de noche, cuando el sol ya
estaba cayendo, regresábamos a casa y mi madre hacía la cena.
Otras veces íbamos a la finca de Los Palos, debajo de un monte, donde
había una vaquería. Allí me gustaba mucho ir porque siempre me daban un vaso de
leche fresca que estaba riquísima. En casa, como en la mayoría de los hogares,
se compraba siempre leche de vaca recién ordeñada, a granel, sin cocer ni
pasteurizar. Todavía no había llegado la comercialización a gran escala de la
leche embotellada, y se pensaba que la leche fresca de las vaquerías era la de
mejor calidad. La tenían en grandes barreños y en camiones los llevaban a la
ciudad para distribuirlos entre las tiendas, y se vendía así. La gente iba con
su lecherita y la lechera con un cazo-medidor iba llenándola. Después en casa,
había que cocerla antes de tomar, pues podía estar llena de gérmenes y
transmitir enfermedades. Mi madre la cocía varias veces para matar cualquier
bichito que hubiera, y después había que dejarla enfriar y que se hiciera la
nata por encima. Cuanta más gruesa fuera ésta, la leche era de mejor calidad.
A mí me encantaba. La leche fresca siempre fue una de mis
bebidas favoritas. La tomaba con mucha frecuencia y por eso me gustaba tanto ir
a Loches para que me dieran un vasito. Era como una golosina.
¡Qué vida más sencilla la de aquellos años! Rodeados de
naturaleza y viviendo el día a día en toda su plenitud. Disfrutando de las
pequeñas cosas que se tenían, un simple paseo a la caída de la tarde o el
regalo de un vasito de leche fresca.